Cuando se quiere lanzar un determinado mensaje y se encuentra ya escrito, se me ocurren dos posibilidades: deformarlo para adaptarlo al estilo y formas de uno o bien transcribirlo tal cual, diciendo autor y fecha. Como no quiero desviarme lo más mínimo de las intenciones de la autora, opto por la segunda opción. La belleza y claridad de lo escrito, sus precisas y preciosas citas, su vocabulario, sus párrafos y líneas destilan sabiduría y creatividad. Creo que Irene Vallejo, como en otras muchas ocasiones, mediante sus relevantes y bien hilvanadas reflexiones, conecta antigüedad y modernidad, al mismo tiempo que enlaza sus intereses con los de los lectores. La ira, la guerra, el poder y la paz no tienen edad porque son temas eternos.
La era de la ira
La literatura occidental comienza
rabiosa. La primera palabra de la Ilíada es
“cólera”: antes que a los dioses o a los seres humanos, el poeta invoca la ira,
la ofensa que hiere y hierve. En su mundo reina el apetito de pelea, el combate
donde se compite, la glotonería de gloria.
Las voces de los guerreros arengan, aúllan
y retumban. De hecho, el adjetivo “estentóreo[1]” deriva
de Esténtor, un personaje del poema que, según Homero, gritaba con el ruido y
la furia de cincuenta hombres.
Las personas más optimistas tienden a
pensar que la paz es lo habitual, el estado natural de nuestras vidas. Sin embargo,
la historia prueba lo contrario. En 1968 Will y Ariel Durant calcularon que,
durante los primeros 3.500 años de civilización, solo unos 250 estuvieron
libres de conflictos bélicos. La lucha en el campo de batalla era una
experiencia tan cotidiana en las civilizaciones antiguas que el filósofo
Heráclito la consideró la dinámica de la realidad. Escribió que la guerra está
en el origen cósmico de todo el universo, pero también las ideas, invenciones, instituciones
y estados. El pensador griego afirmaba que cada cosa se define en disputa con
las demás. Esta concepción de la existencia nace de una sociedad donde la
guerra decidía la suerte de cada individuo: vida o muerte, esclavitud o
libertad, riqueza o pobreza. La paz era tan solo un equilibrio inestable, un
paréntesis de calma pasajera en un paisaje de codicia, belicosidad y orgullo.
En ese horizonte de exaltación
guerrera, resulta asombroso que el gran poema épico de los romanos, la Eneida,
esté protagonizado por un disidente. En una osada paradoja, Eneas se muestra
siempre reacio a luchar. Es un héroe anómalo: un perdedor que huye de Troya
cuando la ciudad cae en poder del enemigo. Alguien que intenta limitar el daño
salvando a los suyos de la matanza. Elige escapar de las ruinas con su padre a
hombros y su hijo pequeño de la mano, convirtiéndose en un refugiado, un derrotado
a la deriva, la más temprana iconografía del migrante en busca de un nuevo
hogar, siempre al borde del naufragio. Virgilio, testigo de la guerra civil
romana, decidió encarnar la epopeya del imperio no en un soldado invencible,
sino en un exiliado herido por la pérdida y el miedo. El poeta había
contemplado el fin de la República, y escribía sobre los escombros humeantes de
un sueño: «Aquí lo justo y lo injusto se confunden; tantas guerras en el mundo,
tantos rostros del crimen».
Contra todo pronóstico, el relato
fundacional europeo alberga en su centro a un héroe alejado del ideal épico. Un
veterano cansado que prefiere cuidar a pelear. Eneas se parece más a los emigrantes
que mueren en las pateras del Mediterráneo o las lanchas del río Bravo que a
los poderosos que hoy les cierran puertos y puertas. Por eso, a lo largo de la
historia su figura ha resultado incómoda para los liderazgos más agresivos.
Como cuenta Andrea Marcolongo en su ensayo El
arte de resistir, el fascismo italiano censuró, para las representaciones
oficiales, la imagen del troyano cargando con su padre a la espalda, ya que
contradecía la épica del caudillo militar victorioso y solitario.
En la niebla de la guerra, triunfan
los rugidos rotundos y unívocos sobre la palabra sosegada. Hoy resuenan ecos de
Heráclito cuando señalaba el conflicto como clave: un político no es nadie sin un buen adversario. El filósofo construyó su teoría
en torno al término griego pólemos, “combate”,
de donde deriva nuestra palabra “polémica”. A muchos líderes estentóreos los definen
sus odios, no sus ideas. Confunden ganar con gritar y destacar con
desgañitarse, siempre en actitud de ataque. Abundan los profesionales de la
confrontación y el insulto, pertrechados de profecías apocalípticas,
convencidos de que el fin justifica los miedos.
Consciente de lo fácil que es siempre herir al prójimo, la poeta italiana Alda Merini escribió: «Me gusta quien escoge con cuidado las palabras que no dice». Sin ese esmero por dar cobijo a las voces ajenas, sin el esfuerzo del respeto, se impone el choque violento. La agresividad está al alcance de cualquiera: solo precisa furia y coz visceral. Lo audaz es evitarlo: una paz sin derrotados será la verdadera victoria.
Irene Vallejo, 15
de mayo 2024
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