Cuando
era un niño se me quedó grabado aquello de: el
árbol desde chiquitito. Con el tiempo me he dado cuenta de lo frecuente que
es aprender frases o refranes en determinados momentos de tu vida y, al cabo de
los años, las memorizas comprendiendo mejor lo que significan. Además puedes
comprobar su veracidad observando lo que sucede a tu alrededor.
Corría
el final del siglo XX cuando descubrí cerca de mi casa un naranjo inclinado
hacia el Este. Al principio no le eché mucha cuenta. Sólo que me molestaba su
visión al estar habituados a que los árboles huyan de la tierra en vertical.
Camino del supermercado, muchas veces pasé por su lado. Era una atracción fatal
la que la Tierra le producía. Su copa, a modo de cabeza, se humillaba hacia la
salida del sol pareciendo hacer una reverencia y reconociendo su autoridad e
importancia. Un día me paré y observé que estaba sano y fuerte, pero su amor
por el saliente era más que un deseo. Era una realidad física.
Me
propuse arreglar esa anomalía. Encontré duras cintas de plástico de embalajes
de motos, las cuales, amarradas a unos postes de hierro que impedían el acceso
de coches al espacio entre bloques, consiguieron cierta forzada verticalidad.
Pasaron unos días sin novedad pero al quinto o al sexto las cintas se habían
roto y el naranjo, como aguja vegetal imantada,
volvía a marcar el este. Noté que tenía fuerza y no me dejaba que lo pusiera
derecho. Entonces eché mano de varios palos de madera que anclé en el suelo
intentando levantarlo. A duras penas el naranjo se enderezó un poco, pero pude
darme cuenta de que mantenía un intenso pulso con los extremos de los
intrépidos palos que colaboraban en mantener su esbeltez. Mi interior sabía que
era una lucha desigual, pero no cejé en el empeño.
Dos
días después volví a pasar por allí. Habían regado y los palos, ante la inconsistencia
de la tierra mojada, retrocedieron. El naranjo exhibía su inclinación como una
victoria. Uno de los palos, posiblemente cansado, yacía en el suelo. Los otros
dos dudaban si caerse. La impotencia me llevó a pensar que la inclinación no
era un defecto, sino algo natural y frecuente que podía hacer de la Naturaleza
algo singular, pero mi cerebro no lo aceptaba como tal. Fue entonces cuando con
palos y cuerdas, juntos, diseñé un sistema para tirar del dichoso arbolito
hacia el oeste. Con periodicidad semanal tensaba las cuerdas y empinaba algo
esas maderas que intentaban llevarle la contraria a su obstinada dirección.
Pareció corregirse algún centímetro pero alguien cortó las cuerdas y retiró los
palos: su tronco recuperó el terreno engañosamente cedido. Me recordó al junco
que se curva ante el viento pero una vez calmadas sus ráfagas recupera por
completo su posición. El instinto natural de este árbol, cual brújula botánica,
era mantener el Este.
Vino
una época de sequía y semanalmente lo regué durante meses, sobre todo en
verano. Mejor un árbol inclinado que seco. El árbol agradecido me ofreció su
mejor imagen y me correspondió con un verdor intenso. Sus abundantes hojas brillaban
de salud. Pero, una vez salvado, ante la persistente cabezonada oblicua del
vegetal me aburrí y poco a poco lo fui olvidando. Su destino estaba marcado.
Durante años, quizás de cinco a seis, lo he visto sin mirarlo pero de repente,
hace unos días, volví a percatarme de su buena salud y de su amor por el sol
naciente. Se ha hecho más robusto y está frondoso. Su autonomía es total y,
como cabra que tira al monte, él sigue apuntando hacia donde lo ha hecho toda
su vida.
¿Qué me he encontrado ahora? El
árbol tiene el tronco más grueso y una i griega, Y, gigante de madera que alguien colocó lucha
impotente contra ese apartamiento de la vertical. En su pie le han salido dos
hijos muy derechos, perpendiculares al cielo y a la tierra. La convivencia
entre los tres es total. Viéndolos se me ocurrió pensar que de progenitores torcidos pueden salir retoños normales y
que ideologías extremas – con la lima del tiempo - cosechan pensamientos de
centro. La Naturaleza y la vida parecen compensar las tendencias de uno y otro
lado, dando lugar a una prodigiosa diversidad que alberga lo uno, su contrario
y lo del medio. Todo tiene su sitio y nadie es más que nadie. En el escenario
del tiempo caben mezclas de eventos y circunstancias – a veces naturales a
veces artificiales – y juntos determinan, aliñados de dosis de azar, lo que
permanece, como lo hace y lo que se va.
Inclinados
o derechos, todos los árboles tienen la misma oportunidad de existir y no seré
yo quien elimine ninguno. Todos aportan oxígeno y hacen el prodigio de
transformar el dióxido de carbono en troncos, ramas, hojas y frutos. Lo de la
inclinación, realmente, es indiferente, secundario.
A
la vista de los dos vástagos derechos, se me ocurrió proponer el corte del
naranjo atravesado. Desaparecido el principal y antiguo propietario de ese
trozo de terreno, sus descendientes aprovecharían sus fuertes raíces formadas
con los años para crecer más y mejor, para consolidar su perpendicularidad,
pero deseché la idea. Debe ser la Naturaleza la que solucione el problema que
ella misma creó. Será ella quién decida el cómo y el cuándo. De momento siguen
creciendo los tres en amor y compaña y a mí me gusta verlos.
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