Asistí en Dos Torres a una
conferencia sobre Astronomía y nuestro cielo, el cielo de los Pedroches. El
ponente había derrochado pasión por el universo y cariño por nuestra Tierra.
Estoy viviendo en el campo. Llegué a casa y miré hacia arriba. Miles de
estrellas me hacían guiños cómplices y celestes: me dejé arrastrar.
Una Luna creciente me animó a soñar
con un país donde los partidos políticos se ponían de acuerdo por el bien común
y sus líderes se transformaban en dignos servidores de la ciudadanía
solucionando los problemas concretos de la gente sin insultarse y llamando a
las cosas por su nombre para que el personal conociera de primera mano de lo
que se habla. Acaricié la idea de que la clase política había renunciado a la
corrupción, al aberrante marketing, a los fuegos de artificio para despistar, a
las declaraciones altisonantes y vacías, al “y tú más”, a la verborrea barata y
mitómana, a las descalificaciones, a las fake
news. Haciendo caso a Cervantes[1],
habían decidido hacer y hablar lo justo, con nitidez y rigor. La transparencia
de sus actividades y sus cuentas era total. Dejaron de interferir en la
Administración de Justicia y en los medios de comunicación públicos acatando
sin comentar las sentencias de unos y la independencia de ambos. Las palabras
democracia y diálogo habían dejado de ser manoseadas, ultrajadas, manipuladas,
deslustradas. Ahora eran sinónimos de respeto, escucha, disenso razonado,
empatía y una sana actitud de buscar acuerdos.
La variedad de planetas, satélites,
estrellas, galaxias y su equilibrio dinámico me condujeron a imaginar una
nación plural y diversa pero de iguales, dónde todas las ideas y sentimientos
tenían cabida con un total respeto a todos los símbolos, a todas las
instituciones, a todas las banderas y a toda la legalidad vigente. Los
desacuerdos se llevaban a las mesas de negociación, a los medios de
comunicación, a las redes sociales, a los parlamentos y, en su caso, a los
juzgados. Mientras tanto se aplicaba con naturalidad la ley en vigor esperando
la nueva. Disminuyeron los aforamientos y privilegios innecesarios y se puso
límite de tiempo a los mandatos de presidentes, diputados y consejeros. El
mérito y la capacidad sobrevoló el país como pájaro de buen agüero.
La tranquilidad que rezumaba este
firmamento visible evocó en mi interior un estado dónde la violencia machista
había casi desaparecido, hombres y mujeres a igual trabajo tenían el mismo
sueldo y padres y madres los mismos derechos y obligaciones. Me imaginé un
reino en el que las mujeres podían pasear solas en la noche y los niños jugaban
en las calles sin la vigilancia de sus mayores. Las familias compartían tiempos
y espacios por lo que los ancianos estaban acompañados y los niños eran
educados en el calor de hogares compartidos. Teles y móviles perdieron
presencia social: maestros, médicos y psicólogos aconsejaban como medidas
terapéuticas participar en conversaciones directas, una hora – al menos – de
lectura diaria y escribir a mano con frecuencia pensamientos y sentimientos. La
palabra se había convertido en una medicina.
Este cielo afectado por una especie
de sarampión de estrellas resucitó en mí el recuerdo de las pateras, de los
refugiados, de los emigrantes…¿Cuántas criaturas habrán viajado – algunos miles
muerto - mirando al cielo y preguntándose por qué? Apelé a una patria universal
donde quepamos todos, dónde todos tengamos un sitio para vivir, una ración de
pan para comer y un entorno que nos permita desarrollarnos como personas. En mi
delirio de ensueños tomó cuerpo la idea de una sola religión con un tierno Dios
que nos protege a todos.
Los Pedroches tomaron forma de encina
con diecisiete ramas y profundas raíces. Una encina verde y enorme queriendo
alcanzar el cielo e intentando transformar sus frutos en estrellas. Los
Pedroches, a modo de especial quercus, lo percibí como árbol único y generoso que
daba sombra en verano, calor en invierno y permitía una vida rica y variada en
la tierra que cobija.
En una estrella fugaz se
concentraron todos mis deseos y su desaparición actuó como campana de
despertador. Así, de repente, mi ratito de trance y se esfumó en el silencio de
una noche abengalada. Decidí acostarme.
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