Corrían los calendarios de los años cincuenta cuando descubrí
lo que eran tomates en su rama, berenjenas colgantes a modo de zarcillos
morados y gigantes, habichuelillas verdes, pimientos de asadillo, patatas escondidas para el sol y la luna, las frutas de
su tiempo con gusano furtivo. Conocí el agua dulce, sometida y sumisa en los
pozos y acequias, azadas y legones, la leche y la lechera, la soledad de gente
que cuidaba la huerta viviendo siempre en ella. Cochinas y lechones, las vacas
y terneras, gallinas y polluelos, conejos y conejas y alguna pata suelta. El Sol
daba las horas y en la casa y las cuadras, la luz amarillenta como lluvia
ambarina pálida y macilenta. La tabla de garbanzos o de las habichuelas, las
sandías de secano, espinacas y acelgas, membrillos amarillos y el chorro de
agua fresca que llenaba la alberca. La oscuridad y la noche nos llenaban de
paz. El silencio era el dueño de aquel espacio mágico que solo amenazaban el
grillo y su grillar, queriendo convencernos que su especial cri – cri era una
serenata. Un encanto infinito poderlos escuchar. Por la mañana, el burro tiraba
de la noria con los ojos vendados dando cansinas vueltas.
El campo quedó solo. La gente se marchó y los grillos
siguieron su inercia musical. Ya nadie los oía salvo sus fieles hembras; para
ellos, suficiente. Los pájaros dormían y así podían grillar tranquilos en sus nidos. El campo, sin humanos, había
cambiado mucho. El silencio se podía masticar.
El campo ha ofrecido y ofrece la ocasión de vivir, al devolver
con creces la grandeza que encierra y la dignidad que abraza. El campo acoge
siempre a toda aquella gente que respeta sus códigos e incluso a quien lo
fuerza, no demasiado tiempo. Tiene sus propios límites, límites naturales.
El campo y los ancianos se asemejan bastante. Recordando
a Serrat, podemos apuntar que “a los viejos y al campo solo se les aparta
después de habernos servido bien”. Los mayores nos legaron educación y calor, alimento
y recursos… y son muchos los que siguen dando todo: ayudan a sus hijos,
atienden a los nietos o albergan en su hogar al hijo o a la hija que el mundo
trató mal. Como en una botica, hay de todo en la
vida: simbiosis y parásitos, nubarrones y estrellas, soberbia y humildad, situaciones
extremas y cantos de sirenas. Los mayores, lo suelen cubrir todo.
El campo fue y es soporte y los viejos también; el
campo dio y da frutos; los mayores aportan saberes y experiencia; el campo
tiene años, casi infinitos; los longevos cuentan sus primaveras con dos o tres
rosarios; el campo necesita su abono y sus labores y las personas viejas se
abonan con cariño, presencia permanente y dosis de paciencia. Cuando un campo
se deja, mueren nuestras raíces y nuestra gran despensa. Hace falta ese campo,
esa naturaleza que siempre nos alienta y nos da de comer. Cuando mueren los
viejos, ese vacío que queda y que te deja mudo, te llena la conciencia de
imágenes pasadas que son tus referencias.
El campo y la vejez se han convertido ahora en
terrenos muy amplios donde la soledad pasea como señora. En las casas del campo
las paredes enferman como los cuerpos viejos que hay en las residencias. Allí
se caen columnas y se rompen las tejas; aquí se quedan ciegos, se fracturan
caderas. Los sencillos jardines de las huertas y haciendas secan sus flores
frescas mientras en el olvido las personas mayores pasan las horas muertas. En
los caminos crece llorosa la maleza y en sus caras, los viejos reflejan su
tristeza con lágrimas que asoman.
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